Este es el Castillo de Cartas


Un castillo de cartas.
Frágil, si piensa en el que está hecho de naipes.
Interesante, si piensa en uno hecho de epístolas.
Este cae en ambas descripciones.

viernes, 23 de diciembre de 2011

Heridas que no cierran

Voy a tiempo hacia el trabajo y el autobús parece hacerme la espera para que pueda abordarlo y seguir mi viaje sin contratiempos. Subo y pago el pasaje, y al pasar la maquinita me doy cuenta que un hombre está parado en el pasillo del autobús, quieto, casi como desubicado y con una maleta frente a él.

Paso junto a él hacia los asientos cerca de la puerta de salida y empieza su discurso. De nuevo pienso, como usualmente lo hago en los buses, que alguna historia se inventará o algún producto mágico sacará de su maleta para ofrecer "la cachada". Y, como pocas veces en estos casos, me equivoco.

El hombre, abotonándose nerviosamente una camisa gris de vestir, empieza a contar al auditorio que ha sido deportado hace tres meses, con su esposa e hijos, y cuenta por todas las cosas que ha tenido que pasar después de regresar para tratar de sobrevivir, como él lo dijo, con "lo más, cinco dolaritos al día". 
Contaba que al regresar no contaba con nadie, que nadie lo esperaba, porque nadie de su familia estaba más aquí. La guerra civil había destrozado a su familia, no había quedado nada después que huyó hacia Estados Unidos para entrar ilegalmente a ese país, y poder escapar de la cruenta realidad.

Al llegar a este punto de la historia, al hombre se le llenan los ojos de lágrimas y se le quiebra la voz. A través de sus lentes gruesos se puede ver que en efecto, no es un puchero, no es mentira, está llorando.

Sigue su historia después de limpiar los lentes, diciendo que ha estado en pláticas con un amigo en la frontera Guatemala - México, y que le dice que es factible cruzarse todo México sin problemas, ya que la legislación ha cambiado, y que está resuelto a irse de nuevo porque aquí "no se puede vivir", y que "en tanto tenga a mi familia, lo tengo todo". Pide que no crean que él es cualquier otro tipo de perdido vicioso que se sube a pedir dinero para eso, y dice un par de palabras en inglés en el mismo sentido.

Agradece la atención, y con paso lento empieza a caminar en el pasillo pidiendo la colaboración. Algunos pasajeros sacamos monedas y le apoyamos, aunque en mi caso particular, piense que la decisión que ha tomado no sea la mejor. Agradece efusivo a los que ayudamos y baja del bus, según dijo, a seguir recolectando para comida para el viaje que ese mismo día emprenderían al Norte él y su familia.

En los minutos que quedan de viaje pienso en que mucho daño que la guerra dejó, aún después de 20 años de firmados los acuerdos de paz, sigue ahí, con sus consecuencias palpables y visibles. Pienso en que esta historia, sea real en el hombre que se subió ese día al autobús o no, sucede demasiado en el país. Gente que perdió familia y bienes en ese periodo, mientras ahora los dirigentes de tal conflicto, de ambos bandos, engordan sus vientres con viandas y retozan con el dinero del pueblo con lujos que estas personas sólo pueden imaginar.

Me da pena pensar en que en este momento, mientras estas líneas se escriben quizá este hombre y su familia están de camino en México, soportando frío, hambre, persecución, mientras los que propiciaron su situación están en casas con aire acondicionado, sin poder dormir por la pesadez del banquete que se dieron hoy, o por la pesadez de su conciencia, que no los deja descansar.

Triste.


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