Salieron de la iglesia, era un poco tarde y creyó prudente ir a dejarla a su casa. Era una noche de septiembre, de esas en las que a veces llueve de la nada. Esa tarde había llovido y quedaron algunos charcos en la calle con baches que transitaban al salir de allí.
Era su primera novia, él apenas alcanzaba la edad de 14, y ella, apenas 12, pero con ese desarrollo que siempre dicen que les llega antes a las féminas que la hacía ver de la misma edad de él. Sentía esas famosas "mariposas en el estómago" cada vez que la veía, sentía y pensaba. Ella, pues, al final de toda la historia no sentiría igual, pero, en este momento preciso del relato, sentía lo mismo que él.
Su casa estaba a unos 400 metros del lugar donde estaban, así que divagaban y platicaban de esas cosas con las que se fantasea cuando se está profundamente ilusionado. Se hacía cada vez más tarde así que decidieron apretar el paso. Él, con toda la confianza y la gana de presumir, le tomó la mano, a lo que ella asintió y sonrió mostrándole esa sonrisa blanca y profunda que hacía juego con sus labios rosa y su cabello ondulado suelto.
Casi llegaban a la esquina que da a la calle principal cuando, sin darse cuenta por tal distracción de verse uno al otro, una voz irrumpió como rayo entre ellos desde la esquina. Era nada menos que su madre.
Evelyn, el nombre de la madre de ella, era una mujer de severo aspecto, tez blanca, y potente voz de la cual ya sabían que debían cuidarse pero que, esta vez, los había descubierto inesperadamente, poniéndolos en evidencia con esa misma potente voz.
Del puro susto, él sólo veía las manos de Evelyn moverse y agitarse, además de ver sus labios abrise y cerrarse frenéticamente. La ráfaga de maledicencias terminó con un golpe a sus manos aún entrelazadas y llevándose a su hija para seguir con el regaño más cómodamente en su casa que ya estaba cerca.
Él no atinó a nada más que quedarse parado en medio de la calle solitaria normal de las 20:30hrs, pensar en qué rayos había sucedido, y una vez digerido pensar en las consecuencias que le traería. Pensó en ello todo el camino a casa, en casa, y toda la noche.
En las siguientes semanas se ganó más regaños, más insultos, pero la pudo seguir viendo como es usual en esa edad: A escondidas. Pasaron los meses, y aquello ya no era lo mismo. La cuerda se rompió por el lado más delgado y allí terminó su primer amor: Con ella y otro más en la esquina, esa misma esquina que vio sus manos entrelazadas en la noche de lluvia cuando su madre se la llevó de su lado.
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